Thursday, January 20, 2011

Jericho Rose y la maldición india

Un buitre desgarraba el vientre del ahorcado que pendía frente a Jericho Rose. Junto al cadalso, bajo el inclemente sol del desierto, el festín continuaba sobre una pila de cadáveres en la que se agolpaban los carroñeros.

-Parece que habéis estado ocupados –dijo Jericho a la nada, pues nadie en todo Deliverance parecía dispuesto a dejarse ver o dar la bienvenida al visitante.

Jericho dirigió a su caballo a través de la calle principal del pueblo en dirección al hotel, donde tampoco nadie salió a recibirle. Jericho no se sorprendió cuando comprobó que el mismo estaba habitado por cadáveres; tiroteados, acuchillados, estrangulados y mutilados, decenas de hombres, mujeres y niños yacían muertos en la escalera y el recibidor. Jericho atravesó la calle en dirección al salón, donde otra comitiva de difuntos le dio la bienvenida. Allí se hizo con una botella del peor whisky que pudo encontrar y bebió dos tragos generosos, suponía que tendría que pasar el día rebuscando entre cadáveres y quería anestesiar su sentido del gusto lo antes posible.
Cuando Jericho terminaba el tercer trago algo rompió la sepulcral calma que reinaba en el lugar. Un disparo que fue seguido por un sonoro tiroteo despertó los instintos de los carroñeros que alzaron el vuelo llenando el cielo de alas negras y los del propio Jericho, que corrió atravesando el pueblo con sus armas dispuestas a acabar con el culpable de aquella matanza. Cuando llegó al lugar sólo un hombre se mantenía en pié, en su mano portaba una pistola humeante y en su pecho Jericho pudo distinguir el brillo plateado de una estrella. El sheriff alzó la vista hasta cruzar su mirada con la de Jericho. Ni en los ojos de los hombres agonizantes en el campo de batalla ni en los de sus compañeros prisioneros en manos del ejército mejicano había visto Jericho semejante desesperación, sólo alguien que se sabe condenado a la eternidad del infierno podía tener una mirada semejante.

-Me llamo Jericho Rose –dijo mientras enfundaba sus armas en una demostración de sus intenciones pacíficas-, ¿puede decirme qué ha ocurrido aquí?

Una lágrima se deslizó por la mejilla del sheriff dibujando un surco en su rostro cubierto de polvo y sangre mientras en su boca se formaba una mueca que se asemejaba a una sonrisa.

-Pronto lo sabrá usted, Jericho Rose –susurró el sheriff mientras acercaba el cañón del arma a su boca. Antes de que Jericho pudiese hacer nada por evitarlo el sheriff apretó el gatillo convirtiendo su cabeza en una horrible piñata de sangre y hueso.

Jericho musitó una breve plegaria por el alma ya condenada del hombre mientras se santiguaba con su mano derecha y desenfundaba de nuevo uno de sus revólveres con su zurda. Las últimas palabras del suicida hacían evidente que, fuera lo que fuese lo que había ocurrido en Deliverance, sería responsabilidad de Jericho Rose ponerle fin. Seguro de que el horror ocurrido en aquel lugar maldito era responsabilidad de una criatura del otro mundo, Jericho rodeó el cañón de su arma con el sencillo rosario que el Padre Navarro le había entregado a su partida del monasterio de San Benito, se arrodilló y cerró los ojos para agudizar el sexto sentido que había desarrollado tras años de luchar contra las más terribles amenazas sobrenaturales. No pasó demasiado tiempo hasta que notó la desagradable presencia espectral de un espíritu condenado intentando entrar en su cuerpo, el frío atenazaba sus huesos a pesar del abrasador sol, una angustia irracional intentaba asaltar su corazón y en sus oídos se agolpaban los gritos de agonía de miles de almas torturadas.

-Me temo que ese truco no te servirá conmigo, escoria –gruñó con tono desafiante.

Jericho abrió los ojos y ante él pudo contemplar la sombría figura del responsable de la matanza que allí había tenido lugar. A primera vista parecía un hombre pero mientras cualquier ser humano irradia un alo de vida, aquella criatura era la misma presencia de la muerte. Su abrigo hecho jirones se agitaba movido por un viento sobrenatural y la sombra impenetrable que proyectaba su sombrero ocultaba sus ojos, que no eran si no dos ascuas centelleantes que miraban a Jericho con un odio como sólo puede encontrarse en las simas más profundas del infierno.
Los reflejos de un pistolero experimentado llevaron a Jericho a rodar por el suelo permitiéndole esquivar el disparo del espectro en el mismo momento en el que la bala salía del cañón negro de su arma maldita. Jericho sabía que la criatura no le daría una segunda oportunidad y con rapidez apretó el gatillo de su pistola, cuya bala bendecida voló hacia la cabeza del pistolero espectral, que se desvaneció dejando tras de sí un inconfundible hedor a muerte.



Horas más tarde, mientras observaba cómo las llamas purificaban el pueblo, Jericho divisó a un anciano indio que observaba la escena desde la llanura.

-¿Has sido tú el responsable de esto? –Le inquirió Jericho desde su montura- ¿Invocaste a esa criatura?

Como única respuesta el anciano extendió su puño hacia Jericho, mostrando una larga trenza de cabello negro.

-Guárdate tus excusas para el Diablo, brujo –bramó Jericho mientras desenfundaba su revólver-, puede que así te trate con benevolencia.

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