Thursday, May 27, 2010

Logófago

Émile tomó impulso con sus finas patas metálicas para cruzar el túnel que unía la zona de gravedad simulada y la cubierta de esparcimiento; las estrecheces de esta zona, mucho más antigua que el resto de instalaciones, le hacían sentirse cómodo, a salvo del vacío que rodeaba la cosmonave.

Con un ágil pedúnculo mecánico tecleó una secuencia de dígitos en el teclado situado junto a la escotilla, esta se abrió con un silbido descubriendo en su interior una improvisada e ingrávida biblioteca. Los libros flotaban atados formando lotes de acuerdo a un estudiado sistema de catalogación, cada uno correspondía a una serie de sensaciones que Émile deseaba conservar y revivir. Confinado en un cuerpo mecánico, Émile dependía de la lectura para experimentar de nuevo todas las sensaciones que diariamente saturan la carne. Sin olfato, gusto o un verdadero sentido del tacto sólo las letras podían conjurar los recuerdos de esas sensaciones.

Aquel día Émile se sentía terriblemente sólo, normalmente estaba atareado con el mantenimiento de la cosmonave pero el mantenimiento del sistema hidráulico había llevado menos tiempo del esperado y aun quedaban dieciocho horas para comenzar con la revisión de los paneles solares.

“Necesito compañía” pensó mientras sus pedúnculos revisaban la biblioteca, culebreando entre los lotes de libros hasta alcanzar tres ejemplares de bolsillo que flotaban unidos por un cordel junto a la máquina de remo. Émile lo acercó a la lente que le servía de ojo y recordó el suelo de madera de la librería al crujir bajo sus pies, el olor del papel y el polvo y la sonrisa de Carmen mientras comentaba lo especializada que estaba esa editorial en libros escritos por, para y sobre alcohólicos.

Venus vista desde la tierra entre las ramas floridas de un cerezo, el tacto suave del vestido de Claire atrapado entre páginas y páginas de furiosa filosofía germana hizo que se sintiese transportado a noches de verano suaves en ciudades que habían desaparecido hacía siglos. El olor de la flor del tilo, del agua estancada o del quirófano donde su vida cambió para siempre inundaron su pensamiento durante unos segundos antes de verse barridos por el olor de la piel de Claire, único y excepcionalmente fuerte para una mujer.

Pensar en el olor de Claire despertó recuerdos de un acto vedado para su cuerpo metálico, dejó que los libros flotasen lejos de él y saltó hacia el fondo del compartimento, donde un paquete de cinco libros sobre bricolaje le esperaba. Émile acarició los libros con sus extremidades metálicas y los liberó dejando que flotasen libremente a su alrededor. Recordó el tacto del pelo de Tania en su cara mientras montaba sobre él y rió para sí al recordar la decepción que sintió al enterarse de que ella no sabía hablar ruso.

Émile continuó su recorrido. El sonido de calles atestadas y un hormigueo en los labios tras besar a Tulip durante horas mientras arrugaban las obras de prodigiosos pintores austriacos. La teoría política renacentista evocaba la frustración de tener al alcance de la mano a una mujer intocable en una cafetería en Bucarest, ocultos de todo y de todos… Una vez tuvo suficiente reagrupó los libros con delicadeza y abandonó la habitación pensativo y preocupado. Desde que había llegado a la órbita de Ganímedes no había acumulado nuevos libros y temía que los valiosos recuerdos de su monótona existencia orbital se perdiesen con el tiempo, necesitaba nuevos libros para impregnar sus páginas con el momento actual.

Sin dudarlo, Émile comunicó el vector de rumbo al ordenador central y la enorme nave activó sus motores alineándose con las colonias muertas del cinturón de asteroides. Pronto su mente y un nuevo tesoro de papel formarían un circuito cerrado de memoria al que sólo él podría acceder.

Thursday, May 13, 2010

Un cuento primaveral

Desde que era un niño Iván había rehuido a sus semejantes. La compañía de otros seres humanos le resultaba molesta y extenuante pues se veía obligado a ocultarse tras una serie de máscaras que emulaban las emociones humanas, cada vez que volvía del pueblo cargado con suministros para sus meses de aislamiento se derrumbaba en un viejo camastro agotado por el esfuerzo que le suponía fingir ser un hombre como nosotros. Sin embargo, tal y como nos enseñan los cuentos, hasta la bestia más agresiva y huraña puede ser domada por la gentileza de una doncella.

Que María fuese una recién llegada no ayudaba a la gente de la villa a entender siquiera que se acercase al ermitaño cazador, pero todos estaban de acuerdo en que el furioso león que era Iván se convertía en un manso cachorro cuando María acariciaba su mano o susurraba palabras en su oído. Para Iván, María era un bálsamo, la presencia de otras personas le resultaba menos irritante cuando ella estaba cerca y con el tiempo resultó cada vez menos sorprendente verle paseando solo mientras María trabajaba, saludando cordialmente a sus vecinos y descubriéndose galantemente cuando una dama cruzaba a su lado.

Cuando Iván y María contrajeron matrimonio él convirtió la cabaña en la que vivía en una modesta pero hermosa casa y la rodeó por un inmenso jardín que él mismo dio forma con las más bellas flores. Magnolias, gladiolos y jazmines destellaban bajo el sol llenando el aire con su aroma, los naranjos protegían a los visitantes con su sombra y de noche una gentil brisa recorría el jardín acompañando al suave rumor de los muchos arroyos que Iván había excavado. Visitantes de todo el continente acudían a su casa para disfrutar de la paz que reinaba en el jardín, pero también para disfrutar de la compañía de la pareja que se había distinguido como los más amables y atentos anfitriones de todo el país.

Mas nada detiene al destino y, para desdicha de todos los que la conocimos, el destino de María desembocaba en una muerte prematura pues una enfermedad cuya cura estaba más allá de los conocimientos médicos de la época echó sus raíces en ella. Dejó de pasear por el jardín y de recibir visitas, aunque Iván no desatendió sus tareas pues esperaba que en cualquier momento su amada recuperara la salud y de nuevo volvería a pasear entre las acacias.

Si el amor de Iván por su esposa había sido inmenso, inmensa fue también la pena que se adueñó de su corazón una vez ésta murió y el día de su funeral todos pudimos ver en el rostro de Iván que, pese a sus esfuerzos por comportarse como lo había hecho durante los últimos años, sin María esta nueva máscara no tardaría en caer. En tan sólo unos meses Iván prohibió el acceso al jardín a todos los habitantes de la villa y aquellos visitantes que acudían llamados por la fama del lugar eran recibidos por señales que prohibían el paso.

Pasaron los años y, de manera inexplicable, el jardín empezó a morir también. Los esfuerzos y la atención que Iván dedicaba al jardín cada día no conseguían evitar que las flores se marchitasen y los árboles se secasen, redobló sus esfuerzos y trabajó hasta caer rendido pero pronto la respuesta al problema resultó evidente para él. Iván anunció que de nuevo María podría recibir las visitas de la gente que tanto había amado pues todo el mundo era de nuevo bienvenido en el jardín, todo el mundo excepto él, que encontraría otro lugar en el que vivir junto a las bestias que rehuyen al hombre, cuya compañía era más adecuada para su carácter.

Y así los niños volvieron a jugar entre los arbustos y los enamorados volvieron a reposar sus cabezas en el regazo de sus enamoradas bajo los sauces, pero pronto resultó evidente que algo iba mal. Si bien es cierto que era el inmenso corazón de María el que daba vida al jardín era el amor que Iván sentía por ella lo que daba forma al mismo, sin él las flores perdieron sus vivos colores, los árboles crecían retorcidos y hacían tropezar a los niños con sus raíces y el rosal que decoraba la tumba de María se convirtió en un matorral oscuro y espinoso que se enroscaba en torno al sepulcro como la garra de una bruja.

Todos en la villa coincidimos en que era necesario encontrar una solución, estaba claro que María necesitaba a Iván a su lado y así se decidió que emprendería un largo viaje en su busca. Cada nuevo rastro me llevó más y más lejos a zonas en las que apenas habitan los más salvajes pueblos de nuestra tierra hasta que, finalmente, encontré a Iván en lo profundo de la estepa donde sólo los lobos viven y la civilización jamás se ha atrevido a hoyar. Allí le expliqué lo ocurrido y le supliqué que volviese para traer paz al espíritu de su esposa, algo a lo que no pudo negarse y juntos emprendimos el viaje de regreso a su antiguo hogar.

Una vez de vuelta Iván dedicó meses a la restauración del jardín y al terminar su trabajo los árboles habían recuperado su grácil porte bajo sus manos, las flores habían brotado de la tierra muerta, de nuevo la brisa corría con gentileza por sus calles y todos volvíamos a sentir la alegría que sólo éramos capaces de experimentar en aquel lugar bendito.

Pero Iván habló para todos pues le quedaba algo que decir. Él no podía vivir con nosotros del mismo modo que el espíritu de su esposa se marchitaba sin su presencia, pero tampoco podía privar a María de la compañía del mundo al que tanto se había entregado. Así, durante la mitad del año disfrutamos del jardín de Iván, del suave sonido de sus arroyos y del aroma de sus flores y, cuando el espíritu de María comienza a marchitarse, volvemos a nuestras casas donde esperamos para que él pueda cuidar de la tumba de su esposa.