Christian dejó que la marea lo meciese con suavidad mientras observaba el cielo azul y despejado de la costa atlántica. El sonido del oleaje cambiaba según sus oídos entraban y salían del agua creando una secuencia hipnótica que comenzaba a sumirle en un estado de sopor. Deseaba poder pasar el resto del día siendo acunado por las olas pero las yemas de sus dedos, rugosas como los campos de dunas de Belet, indicaban que ya era hora de volver a la playa donde Marta deslizaba distraídamente sus dedos sobre la pantalla de un lector digital de documentos protegida de los rayos del sol bajo una sombrilla.
-¿No te apetece nadar?- preguntó Christian mientras se recostaba sobre su toalla para secarse al sol.
-No sé- El tono de la respuesta de Marta mostraba su falta de interés en el tema, a pesar de lo cual siguió con la conversación -¿Está muy fría?
-Helada.
-Entonces no.
-Blandengue- dijo él deslizando su mano húmeda y gélida bajo la amplia blusa de lino de Marta, lo que provocó que ella diese un pequeño salto en la tumbona.
-Idiota- gruñó ella arrojando arena sobre Christian de un manotazo.
Christian se puso en pie y, mientras retiraba la arena pegada a su piel con la toalla y observó el paisaje que le rodeaba. Se encontraban bajo la sombra de una formación rocosa que dividía la playa en dos lenguas de arena clara que se extendían hasta desaparecer en el horizonte; si ignoraba los árboles que crecían unos metros más allá de las dunas Cristian podía imaginar que estaba en una versión luminosa de la frontera entre Dilmun y Shangri-la.
-Tenías razón-
-¿En qué?- preguntó Marta, que había vuelto su atención al lector de documentos.
-Venir aquí ha sido mejor idea que ir a Constanza.
Algo se agitó dentro de Marta. Cuando Christian había propuesto Constanza como lugar para realizar un viaje juntos, ella se había apresurado a proponer otro destino. España fue una elección lógica, pues hacía años que Marta no volvía a su país de origen, nunca habían estado allí juntos y, si Cristian quería unas vacaciones en la costa, conocía los lugares que serían de su agrado. Sin embargo, razones tan válidas se veían eclipsadas por su deseo de apartar a Christian de Constanza. Tal vez quería conservarla como un lugar sólo para César y para ella o quizá temiese que, solo por estar allí, Christian pudiese encontrar una pista que le permitiese descubrir su infidelidad. Marta odiaba que la simple mención de un lugar bastara para que se sintiese como una niña que intenta ocultar a sus padres una trastada que se le ha ido de las manos. Odiaba que un aspecto de su vida escapase de su control hasta el punto de sentirse como si se estuviese chantajeando a sí misma. Odiaba sentirse culpable por no sentirse culpable.
-Supuse que esto te gustaría te gustaría más que el Mar Negro –Marta plegó el lector y lo metió en el capazo que descansaba a su lado-. Además, ya puestos a hacer un viaje es mejor aprovechar e irse lejos ¿no?
-Bueno, con los millones de kilómetros que llevo acumulados creo que ya no noto la diferencia.
-Ya habló el marciano –bufó Marta.
-De marciano nada, guapa –se apresuró a responder Christian con indignación no del todo fingida-, yo soy cien por cien joviano. Los marcianos son todos gilipollas.
***
Más tarde, protegidos del intenso sol por los paneles translúcidos que se extendían de lado a lado de la calle, Marta y Christian disfrutaban de un plato tradicional de pescado frito en la terraza del tipo de restaurante que parece atrapado en una burbuja de tiempo estático. Con el apetito desatado debido a la larga jornada de natación, Christian apenas se detenía para apartar las espinas al borde del plato.
-Desde que has llegado parece que solo pienses en comer –comentó Marta-. Vas a acabar pesando doscientos kilos.
Christian se encogió de hombros y vació su vaso de vino para ayudar al pescado a descender hasta el estómago.
-Da igual, todo el peso que gane aquí lo perderé en cuanto vuelva a Titán. Allí no engordaría ni con receta médica.
Christian levantó su mano para llamar la atención del camarero y señaló a la botella vacía que había en el centro de su mesa. Antes de que pudiese pedir otra -una de las pocas cosas que Marta había conseguido enseñarle- una voz llamó su atención desde su espalda. Christian se volvió y su cara se congeló por el asombro.
-¿Isabel? –preguntó con un tono situado en algún lugar entre la sorpresa y el pánico.
-Hola –Isabel se acercó a la mesa sonriendo. Nerviosa, jugó con la correa de su bolso arrepintiéndose de inmediato de haber llamado la atención de Christian.
-Hola.
Christian había conseguido controlar su tono. Sin embargo la presencia de Isabel allí, a millones de kilómetros del lugar donde debería estar, paseando por una calle estrecha de un pueblo perdido en la costa de Cádiz en el momento exacto en el que comía con su mujer era algo que no podía asimilar. Simplemente, los números no cuadraban. En un intento de aportar normalidad a la escena Christian se levantó y saludó a Isabel con toda la naturalidad de la que fue posible y se volvió hacia su mujer para presentar a su amiga.
-Marta, esta es Isabel, de Titán.
-En realidad soy de Mercurio– apuntó Isabel acercándose a Marta para saludarla-, pero trabajo en Titán... con Christian.
Marta sonrió y asintió con aprobación, durante unos segundos se produjo un silencio que Christian se apresuró a romper.
-La familia de Isabel era de España –dijo, arrepintiéndose de haber hecho ese comentario de inmediato. Se imaginó interminables conversaciones en español que él no entendería y que, inevitablemente, tratarían sobre él y le llevarían a un desastre que empezaba a paladear.
-¿Sí? –dijo Marta en español, confirmando los temores de Christian- ¿Y habías estado antes en España?
-En realidad nunca había estado en la Tierra –respondió Isabel también en español, situando a Christian al borde del infarto-. Elegí esta zona porque mi abuelo era de un pueblo de aquí cerca, aunque ya no existe.
Christian carraspeó lo más sonoramente que pudo. Las dos mujeres dirigieron su mirada hacia él antes de compartir una mirada demasiado cargada de complicidad espontánea para su gusto.
-No tenía ni idea de que tuvieses pensado venir a la Tierra –dijo Christian, reconduciendo la conversación a un idioma comprensible y a un terreno que pudiese controlar- ¿Has venido con Carles?
-No. Sola.
La tajante respuesta de Isabel hizo suponer a Christian que algo había ocurrido entre Isabel y su marido. No era raro que un matrimonio se tomase vacaciones por separado debido a lo draconiano de la gestión de recursos humanos de las colonias, pero el tono de la respuesta delataba la existencia de problemas entre la pareja. Problemas de los que, muy probablemente, él formaba parte.
-¿Y por qué no te vienes con nosotros esta noche? –La oferta de su mujer sorprendió a Christian, que, ensimismado en sus suposiciones, había perdido la ocasión de despedirse de Isabel y dar el encuentro por terminado- Nos han invitado a una fiesta en un pueblo de aquí al lado, te va a encantar.
-No quiero molestar –dijo Isabel haciéndose de rogar.
-Tonterías –Marta rebuscó en el capazo de mimbre hasta que encontró su dispositivo de comunicaciones-. Te paso mi contacto y hoy a las ocho me llamas para quedar, para qué vas a estar tú sola estando nosotros aquí.
Isabel abrió su bolso y extrajo un pequeño dispositivo de comunicaciones de viaje que acercó al de Marta. De inmediato, los datos de contacto de su mujer viajaron al interior del dispositivo de su ex amante y Christian sintió la punzante seguridad de que algún día recordaría ese momento como la firma de la sentencia de muerte de su matrimonio.
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