“Marte no nos necesita”, rezaba la pancarta de uno de los manifestantes antiterraformación que se agolpaban frente a la puerta del Instituto de Estudios Habitacionales. El resto de lemas eran similares pero, de algún modo, aquel había conseguido remover algo en el interior de Ingmar. Se apartó de la ventana de su despacho y con paso tranquilo caminó entre las maquetas flotantes que representaban tres de las fases de la terraformación del planeta.
-¿Marte no nos necesita? –Pensó- A mí ya no, eso desde luego.
Ingmar extendió su mano y acarició la superficie áspera de la maqueta correspondiente al inhóspito planeta virgen que, siglos atrás, sus antepasados habían decidido domar con una mezcla irrepetible de espíritu pionero, coraje, genialidad y desprecio por el humilde planeta rojo. Seguramente ninguno de los manifestantes lo imaginaba, pero a pesar de pertenecer a la familia que había sido la principal artífice de la conversión de Marte en un planeta de inmensas llanuras verdes, Ingmar siempre había envidiado a los primeros colonos que habían pisado el suelo arenoso del planeta. Incluso se habría conformado con pasear por los interminables cultivos de bacterias amoniógenas, pero ya no tenía sentido pensar en esos términos, para bien o para mal la terraformación de Marte había concluido con éxito.
-Señor Stenbok –la voz de la asistente virtual Belona llenó el despacho desde los altavoces instalados en las paredes-, sólo falta su confirmación para finalizar el cierre del edificio ¿desea usted proceder ahora?
-¿Qué opinas sobre los manifestantes, Belona? –preguntó Ingmar observando la segunda maqueta, una esfera roja, azul y verde sembrada de diminutas cúpulas geodésicas.
-¿Me pregunta sobre el derecho de huelga en general o sobre los manifestantes de ahí afuera? –el comentario de Belona recordó a Ingmar que su bisabuelo había conseguido que fuese el único edificio con sentido del humor de todo el Sistema Solar. Por desgracia su sentido del humor era el mismo que el del viejo Harald Rott.
-Los manifestantes, Belona ¿no crees que, en cierto sentido, tienen razón?
-No –respondió el edificio con sequedad. Unos segundos después, en respuesta al silencio de Ingmar, continuó hablando-. Considero paradójico, o incluso un ejercicio de cinismo, protestar contra la terraformación de un planeta usando para corear dicha protesta el oxígeno generado por el mismo proceso de terraformación contra el que se está protestando.
Ingmar sonrió, recordaba claramente haber escuchado este mismo discurso décadas atrás cuando, tras el cese de la actividad armada de Marte Rojo, las manifestaciones en contra de la terraformación del planeta volvieron a ser legales. De nuevo la sombra del bisabuelo Harald se proyectaba sobre la personalidad de Belona.
-De todos modos –continuó Belona-, rechazar la idea de la terraformación podría considerarse una negación de la misma naturaleza humana, cuando los colonos europeos poblaron las tierras descubiertas en otros continentes…
-Construían casas como las que habían dejado en su tierra natal –dijo Ingmar, continuando el discurso de Belona-. Casas blancas con balcones en el Caribe español, barrios de estilo Inglés en el corazón de Asia, arquitectura francesa en Indochina y tierra ganada al mar en el Surinam. Lo sé, la opinión de mi familia no ha cambiado en siglos, pero no puedo dejar de pensar que podríamos estar equivocados.
-De todos modos ya es tarde para hacer algo al respecto ¿no cree? Y de todos modos la tecnología desarrollada en Marte ha ayudado a la rehabilitación de la Tierra.
-Por supuesto –suspiró Ingmar-, no me hagas mucho caso, creo que me he puesto melancólico. Voy a echar de menos todo esto, y a ti.
-Muchas gracias –respondió Belona modulando su voz con calidez- ¿Ha pensado en que va a hacer ahora? ¿Un safari submarino en Europa, tal vez? La colección de su familia no dispone de ninguna ballena abisal, si no me equivoco.
-¡Vacaciones! –Exclamó Ingmar mientras dejaba atrás las maquetas para dirigirse a su mesa- Dirijo una corporación multiplanetaria, Belona, para mí no hay descanso. Mañana parto hacia Venus, la Autoridad Colonial Solar ha dado luz verde a la terraformación del planeta y la Corporación Stenbok-Rott es la única con los recursos y conocimientos necesarios para llevar a cabo semejante tarea. Supongo que ahora es Venus la que tiene que morir para que nazca una nueva Tierra.
-No diga eso, Señor Stenbok –la voz de Belona se volvió maternal, como si Ingmar fuese un niño al que había que consolar-, piense que las implicaciones éticas de terraformar Venus son menos complejas. Incluso Mercurio parece acogedor comparado con ese infierno corrosivo.
La mirada de Ingmar se perdió en el horizonte. Más allá de los manifestantes, más allá de Ciudad Tycho, tras los bosques de coníferas, se alzaba la cordillera de Tharsis, cubierta por un manto de nieves perpetuas y coronada por el majestuoso Monte Olimpo. Ingmar no podía verlos pero sabía que allí anidaban los colosales cóndores marcianos y podía imaginar los rebaños que pastaban a sus pies confiadamente, seguros de que el inmenso volcán había sido sofocado tiempo atrás.
-¿Sabes qué, Belona? Creo que dejaré que sea mi tataranieto el que se preocupe por esas cosas y me volcaré en el trabajo, estar ocioso me hace pensar en tonterías.
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