Durante su infancia en Mercurio el Sol había sido para ella un monstruo capaz de borrar de la existencia a toda la colonia por mero capricho. A pesar de sus esfuerzos, las concienzudas lecciones de astrofísica impartidas por sus padres no habían conseguido disipar sus miedos, como tampoco habían conseguido hacer que dejase de sentir que el Sol la estaba observando como un inmenso ojo de fuego sin importar dónde se ocultase.
Durante el resto de su vida en Titán había llegado a olvidar el terror de su infancia. Protegida por las espesas nubes eternas, la impenetrable armadura de gas gracias a la cual el Sol había dejado de formar parte de su vida, había pasado dos décadas viviendo entre confortables, seguros y fiables focos de luz artificial.
Pero allí, en Marte, el astro era una hermosa esfera de luz, un faro que flotaba en un cielo infinito mientras desprendía una calidez natural que Isabel, por primera vez en su vida, pudo notar a través de la escafandra de su traje de supervivencia.
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